Rolling Stones en La Plata: jóvenes para siempre

rolling-stones-en-la-argentina-2155895w620Con una avalancha de clásicos y una energía apabullante, Jagger y Richards demostraron por qué después de los 70 siguen siendo la banda más grande del mundo

En las pantallas dos autos de videojuego atraviesan desiertos naranjas, cowboys gigantes, ruinas mayas, tapas de discos clásicos como Between The Buttons y vías de tren que se convierten en trastes de guitarra: un tour estilo Pixar por el continente americano y la iconografía de los Rolling Stones hasta chocar contra el Obelisco y un cartel que dice: «Bienvenidos a Argentina».

Entonces, unas luces blancas atraviesan el escenario y, de alguna forma, Keith Richards ya está ahí con su guitarra. Apenas acaricia las cuerdas con su mano derecha, el primer acorde de «Start Me Up» detona unos fuegos artificiales y Mick Jagger aparece detrás suyo para adueñarse de la escena, abriéndose camino con pasos de depredador mientras Charlie Watts pone la canción de pie desde la batería y la guitarra de Ron Wood le suma distorsión a ese riff clásico sobre el que Jagger canta desafiante que si lo encendés no va a parar nunca. Fueron apenas unos parpadeos y la banda más grande del mundo ya está tocando en el Estadio Unico de La Plata para unas 50 mil personas.

Siguen casi sin detenerse con «It’s Only Rock’n’Roll (But I Like It)» y «Tumbling Dice». Mientras Richards y Woods traban su propia complicidad en el centro del escenario, Jagger se mueve de una punta a la otra con un ritmo maníaco, abriéndose la chaqueta verde, bailando unos compases frente a la guitarra de Keith, sacándose la chaqueta y enfrentando al público con esos tics corporales que acá fundaron una cultura. Cuando los dos guitarristas empujan «Tumbling Dice» hacia una zapada, Jagger hace que el público copie sus palmas mientras baila y convierte la escena en un momento musical de la canción. Mientras tanto, allá en el escenario, Keith se acerca a Ron con su guitarra y forman un pequeño triángulo agrupándose frente a la batería de Watts, como tres sesionistas conspirando o poniéndose al día.

«Es la primera vez que tocamos en La Plata», dice Jagger al final del tema, con un español que parece resbalarse de su bocota. «Tardamos tanto en llegar que pensamos que íbamos a Montevideo.» Esta es la cuarta visita del grupo al país (tocaron en el estadio de River en 1995, 1998 y 2006), pero sobre todo muy probablemente sea la última. Mientras Mick camina con pasos felinos sobre la línea de bajo del comienzo de «Out of Control» y después estalla en movimientos cuando las guitarras se acoplan en el estribillo, es inevitable preguntarse cuánto tiempo más van a poder seguir haciendo esto. ¿Hasta cuándo van a seguir siendo jóvenes? Richards y Jagger tienen 72 años, Watts tiene 74 y Wood 68. Es asombroso, pero los mismos hombres que en los 60 revolucionaron para siempre la forma de ser jóvenes junto a los Beatles, ahora están también cambiando la idea que tenemos sobre la vejez. Sobre el escenario, Jagger parece estar desafiando sus propios límites, asomándose a un abismo en cada canción, haciendo del rock todavía un juego peligroso.

Como siempre, en la mitad del show, Jagger presenta a los músicos (Watts camina hasta el centro del escenario a regañadientes y Jagger trata de empujarlo más adelante) y llega el momento de Richards. Una ovación cae desde todo el estadio y Keith se sienta unos segundos en cuclillas sobre la pasarela, sonriendo ese gesto abochornado tan típico suyo, como no pudiendo creer que la vida sea tan buena y divertida. Después se cuelga la guitarra para cantar dos canciones, «Can’t Be Seen», de Steel Wheels, y «Happy», que el grupo grabó en Exile On Main Street, cuando él estaba completamente hundido en la heroína.

Durante el resto del tiempo, mientras el setlist avanza a través de clásicos como «Wild Horses», «Honky Tonk Women» o «Midnight Rambler», la energía de Jagger es tan feroz que magnetiza toda la atención. Es como si estuviera demostrando que todavía puede ser una fuerza sexual y desafiante. En «Gimme Shelter», la corista Sasha Allen tiene sus minutos protagónicos sobre la pasarela, gimiendo el góspel oscuro que Merry Clayton grabó en la versión original, mientras Jagger la acecha unos metros más atrás y terminan enfrentados, construyendo una tensión inquietante que queda sin resolverse, porque no es exactamente sexual ese momento.

En «Sympathy for The Devil», Jagger sale con una capa de terciopelo rojo que después deja caer al suelo con aires de monarca. El show termina con «You Can’t Always Get What You Want» y «Satisfaction», dos canciones que sintetizan el deseo que movió al rock & roll desde sus comienzos y lo convirtió en una de las fuerzas más poderosas del Siglo XX, cuando una generación se rebeló contra la insatisfacción física y espiritual.

Al final, Mick, Keith, Charlie y Ron se abrazan y saludan al público con una reverencia. Watts sacude la mano molesto por el humo de los fuegos artificiales bonsai que explotaron en el final. Y Richards se demora un segundo más, mira por última vez al público, sonríe como un chico y da unos pasos de baile antes de desaparecer por el fondo del escenario.

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