Cómo la llegada del grupo de Jagger cambió el rock argentino para siempre
Mick Jagger abrió los ojos asombrado y señaló con su dedo sobre el hombro de su guardaespaldas -un jamaiquino llamado Rowen Brade, que también estaba preocupado-, pero no salió una palabra de su boca. El Mercedes-Benz negro que lo trasladaba avanzó lentamente hacia la puerta del hotel Park Hyatt y una multitud lo sacudió, lo agitó y se le echó encima cantando «¡Vamos los Stoooones!», y un chico, que se había trepado al techo del auto, quiso domar el coche como si fuera un bronco. Era el domingo 5 de febrero de 1995, poco antes de las once de la noche, y Jagger, que no había visto una euforia similar desde los 60, acababa de llegar a Argentina.
Los Rolling Stones venían rodando con su Voodoo Lounge Tour desde el 1 de agosto de 1994, cuando dieron un show inical en el estadio Kennedy, de Washington. La gira del disco Voodoo Lounge -un álbum oscuro, desafiante y lleno de buenas canciones que ponía a los Stones de nuevo en el Número Uno de los charts- era la primera en cuatro años y la que los traía finalmente a Latinoamérica (antes de Argentina hubo shows en México y en Brasil -donde Os Mutantes se reunieron para ser sus teloneros-; y después, en Chile).
Cuando el tour terminó, después de un año en la ruta, había recaudado 320 millones de dólares: nunca nadie había hecho tanto dinero con unos conciertos de rock & roll, y todavía hoy esa gira sigue en el Top 10 de los tours que reportaron mayores ganancias en toda la historia. En Argentina, donde dieron cinco shows legendarios y cortaron 300 mil tickets, la gira facturó 20 millones.
Durante esos días en Buenos Aires, Jagger se alojó en la habitación 1209 del Hyatt. Era una suite enorme, con una vista grandiosa de la ciudad, en la que ya habían dormido Axl Rose y Luis Miguel. Un rato después de su llegada apareció una caravana de 17 combis. Algunas se estacionaron en la puerta de la Mansión Alzaga Unzué, la casona anexa al hotel, donde no hacía mucho se habían alojado Madonna y Michael Jackson, y de ellas descendieron Keith Richards, Ron Wood y Charlie Watts. Del resto de las combis bajaron 180 personas más: esposas, hijos, amigos, un padre (el de Richards), técnicos, asistentes, sonidistas, guardaespaldas y cocineros. Los Stones habían reservado 80 habitaciones para 12 días.
Juanse, el cantante de los Ratones Paranoicos, también estaba ahí: le habían dado las llaves de la habitación 918 del Hyatt y se había alojado con su mujer, Julia, y con Daland, su pequeño hijo. «Hubo muy buena onda cuando nos encontramos con Jagger», recuerda Juanse ahora. «Pero después todo se volvió raro. Porque sos de Mick o sos de Keith y Ronnie: la banda estaba dividida. Para mí, Jagger es el mejor cantante de rock de todos los tiempos… Pero yo soy de Keith y Ronnie.»
El cantante de los Ratones no había ido sólo como fan: ellos eran la banda soporte más importante, la que tocaba después de Pappo y Las Pelotas, y hasta 15 minutos antes de que salieran los Stones. «Con Keith estábamos en la misma», dice Juanse. «En cambio, Jagger ya estaba limpio desde el 84, como estoy yo ahora… Yo nunca me hubiera hecho amigo mío en esa época.» Luego, con el correr de los días -el primer show fue el jueves 9-, Jagger se fastidió porque no podía salir a la calle por la multitud de fans que lo acechaba; Charlie visitó haras en busca de caballos de polo y tanguerías en San Telmo; Ron se dedicó a pintar y a dibujar; y Keith deleitó a los paparazzi tomando sol, bebiendo champagne y jugando con una navaja en el balcón de su habitación.
«Keith había sido el que había convencido a los demás de venir a Buenos Aires, después del show que dio con los X-Pensive Winos en 1992», dice Bobby Flores, que en 1995 era una de las estrellas de FM Rock & Pop, la radio y productora que traía a los Stones. Junto a Daniel Grinbank, el fundador de Rock & Pop, y Guillermo Vilas, el tenista que también era amigo de Richards y de Wood, había visto en Washington aquel primer show. En Brasil, adonde también había ido, Jagger, que estaba refrescando sus nociones de español con un casete de lecciones, le había preguntado en un momento de distensión si Buenos Aires era parecida a Río de Janeiro.
«El show solista de Keith en Vélez había sido muy emocionante», dice Flores. «Era el primer Stone que venía, y aparte… ¡Era Keith! Me acuerdo de su expresión cuando vio las tres cuadras de cola. Ibamos en la combi y nos decía: ‘Yo tengo un show de club, chiquito, no estoy para uno de estadios’.» Pero había 45 mil personas.
Antes de dar ese show que terminaría siendo mítico, Keith estaba tan nervioso que le pidió a Joe Cocker que hiciera unas canciones como soporte (ambos eran parte de un festival) y se cambió de camisa cinco veces en el camarín. «No sabía qué ponerse, estaba como un pibe», dice Flores. «Pero cuando salió al escenario, recibió una ovación que nunca más volví a ver.» Los Ratones Paranoicos habían abierto la fecha sumando a Pappo, a quien Juanse había ido a buscar, esa misma tarde, a su taller mecánico en La Paternal para cortar su autoexilio y traerlo de regreso a los escenarios. Keith tocó «Gimme Shelter», «Time Is on My Side», «Too Rude» y «Happy». Por la salvaje felicidad que despertaban esos acordes en el público, fue fácil para él darse cuenta de que pronto tenía que volver con los demás Stones.
Los Rolling Stones pasaron el primer día en Argentina, el lunes 6 de febrero de 1995, sin demasiada vida social, pero el martes 7 Jagger se escapó del hotel tapado como un bulto en un Peugeot 505 y en la Recoleta tomó un té en La Biela y visitó la Iglesia del Pilar. A la noche hubo una recepción en la embajada británica. La banda asistía a ese tipo de cócteles en cada país al que llegaba. El embajador en Argentina, Sir Peter Hall, era «un fan de los Stones apasionado», según recuerda Rupert Loewenstein, un aristócrata que llevaba las cuentas de la banda, en su libro A Prince Among Stones.
«Fue una cena en ese jardín tan lindo de la embajada, con unas 120 personas», dice Juan Bautista «Tata» Yofre, escritor y por entonces asesor del presidente Carlos Menem. Apenas llegó, Yofre fue guiado hacia Richards y el embajador Hall. Entonces, a modo de presentación, otro diplomático inglés les contó a los dos una anécdota protagonizada por Yofre en 1989, cuando era jefe de la SIDE: un alto funcionario del gobierno quería divorciarse y le había pedido que le interceptara el teléfono a su esposa, y Yofre -que seguía a los Stones desde 1964- le respondió haciendo sonar «You Can’t Always Get What You Want» en un CD. Richards lanzó una carcajada: «No se lo interceptaste, ¿no?», le preguntó. «No, quedate tranquilo», le dijo Yofre, y tomó un trago. Después de charlar un par de horas, cuando ya se estaba por ir, Yofre, que trabajaba en la campaña de reelección de Menem, le preguntó al embajador si los Rolling Stones iban a ver al presidente. «Nadie me comentó nada», le dijo Hall.
Al día siguiente, mientras los Stones daban una breve conferencia de prensa en el Hyatt y Jagger decía que desde la ventana de La Biela había admirado a las chicas argentinas («¿Y por qué no te las llevaste?», le preguntó Richards), Yofre se sentó delante de Menem, en su despacho de la Casa Rosada. «Mirá, Carlos», le dijo, «están los Rolling en Argentina y vienen amparados por la Corona Británica. Van a hacer cinco recitales en River, son 300 mil chicos: los necesito para la campaña electoral». «¡Pero qué barbaro, Tata!», le respondió el presidente. «Hablame más de los Rolling…»
«No fue una charla muy larga: Menem entendía que yo no le iba a llevar una tontería», dice ahora Yofre. El presidente no conocía nada sobre rock, pero estaba en plena campaña electoral y sabía que su encuentro iba a repercutir. «Se lo iba a ver como un presidente abierto, que podía recibir británicos», dice Yofre. «Y todo sirve en una campaña.» Menem y los Rolling Stones fijaron una cita para el viernes 10.
El jueves 9 fue el día clave: el del primer show de los Rolling Stones en Argentina. La fila, afuera del estadio, había empezado el día anterior. El escenario era monstruoso. Tenía 28 metros de alto y 70 de largo. Llevaba 200 toneladas de equipos (trasladados en dos Boeing 747), 178 de aluminio y una estructura con 1.000 luces que flotaba sobre la banda y que simulaba ser una cobra gigante. La pantalla de video era de 16 metros de ancho y ocho de alto. El sonido, de 1,5 megawatts, y todo funcionaba con 37 motores. En el estadio, por el que se había pagado un alquiler de 150.000 pesos por día, había 17 oficinas, once camarines, más de 2.000 policías y agentes de cinco empresas de seguridad privada, seis ambulancias y tres carpas de la Cruz Roja, 100 médicos y un hospital móvil.
El primer show comenzó con una oscuridad interrumpida por haces de luz verde y dos columnas de fuego a los costados del escenario, que permanecieron ardiendo mientras la banda tocaba «Not Fade Away», el primer tema, y Jagger y Richards ocupaban el frente del escenario. Luego de la segunda canción, «Tumbling Dice», Jagger, que vestía un largo saco bordó y un pantalón negro, dijo en español: «¡Buenas noches! ¡Bienvenidos al Voodoo Lounge!». «(I Can’t Get No) Satisfaction» fue la séptima canción y «Angie», la novena. La gente cantaba tan fuerte que tapaba a la banda. Keith Richards se hizo cargo de la voz de «Happy» y «The Worst», y después del descanso, Jagger dio lo mejor de sí en «Sympathy for the Devil», donde asomó un gigante demonio inflable. También estuvieron «Love Is Strong», «Start Me Up» y «It’s Only Rock ‘N’ Roll (But I Like It)». El show tuvo, en total, 23 canciones y dos horas y media de duración.
La banda en el escenario era de doce personas. Jagger, Richards, Wood y Watts, y detrás de ellos, el bajista Darryl Jones, Chuck Leavell en piano, el saxofonista Bobby Keys, Lisa Fischer -la única mujer, protagonista en «Miss You»- y Bernard Fowler en coros, además de una sección de vientos.
«Me llamó la atención el repertorio», dijo entonces Charly García en Clarín. «Me da la impresión de que para Argentina eligieron canciones con cierto filo político como ‘Undercover of the Night’, que habla de los desaparecidos, y ‘Gimme Shelter’ y ‘Street Fighting Man’. Su espectáculo visual es absolutamente shockeante.»
Un rato después, todos estaban en el hotel, en una fiesta posterior al show bastante sencilla, donde no había más de 30 invitados. Jagger se echó en un sofá y charló con dos chicas y con Guillermo Vilas hasta las 2:30, cuando se fue a dormir. Watts comió maní y papas fritas junto a su mujer, su suegra y dos amigos. Richards y Wood jugaron al snooker, una especie de pool británico, tomaron cerveza negra y conversaron con el padre de Keith, que los miraba fumando su pipa. «Este es un lindo lugar para estar prisionero», le dijo Richards a una periodista de Gente que había logrado pasar. A las 4:30, ellos también se fueron a sus habitaciones.
Al día siguiente, viernes 10, los Stones volvieron a la embajada. Un agente del MI6, el servicio de inteligencia, les dio una clase sobre las relaciones políticas entre Argentina y Gran Bretaña luego de la Guerra de Malvinas. A las siete y cuarto de la tarde llegaron a la Residencia de Olivos. El presidente Menem los esperaba con un traje color crema. «¡Follow me!», les dijo, con inglés de acento riojano, y los condujo hacia un salón repleto de curiosos, con una mesa en la que había pizza, champagne, empanadas y vino tinto de las bodegas Menem. «Ustedes tocan en el estadio más importante del mundo», bromeó después el presidente, hincha de River. Los Stones se rieron. Jagger, atento, le respondió: «La gente estuvo increíble. Fue uno de los recibimientos más importantes que vivimos». La charla prosiguió: Argentina, Gran Bretaña, Margaret Thatcher, François Mitterrand, Felipe González, y las inminentes elecciones argentinas fueron los grandes tópicos. «Quienes gobiernan bien merecen la chance de una reelección», lo aduló Jagger. Al final, Menem convidó a los Stones con unos habanos. «Son los que me manda mi amigo Fidel Castro», les dijo. En una de las fotos históricas de este encuentro, Richards y Wood lo rodean y lo abrazan.
A los pocos días, Yofre, el asesor presidencial, recibió otro llamado. «Che, Tata», le decía Guillermo Vilas, «acá están los amigos en el hotel, preocupados de que pueda entrar la policía a revisar sus cuartos. ¿Te acordás lo que pasó con los Guns N’ Roses?». Yofre entendió. Y cuando llegó a la Casa Rosada, salió al cruce del ministro del Interior Carlos Corach. «Tengo un problemita», le dijo. «Es muy chiquitito, pero es un problemita: los Rolling están en la Mansión, con temor de que entren a revisarles los cuartos porque puede haber alguna denuncia por droga. Y yo te digo, Carlos, que encontrar un raviol en el cuarto de un Rolling es como encontrar un libro de Derecho Constitucional en tu casa o un compact en la mía. Yo te diría, bajo el amparo de que vienen del gobierno británico, que no los jodamos.» «Ahí nomás», recuerda ahora Yofre, «Corach levantó el teléfono y llamó al jefe de la Policía Federal. ‘Mire, ministro’, escuchó, ‘no va a pasar nada, pero si ocurre algo, usted lo va a saber primero’. Corach me lo dijo. Yo levanté mi móvil y llamé a Vilas: ‘Guillermo, decile a tus amigos que duerman sin frazada, porque nadie va a entrar al hotel'».
Los Stones, agradecidos, invitaron a Yofre al backstage de su siguiente show. Pasando los camarines, el asesor presidencial se adentró en un lugar que le parecía mágico, con algunos flippers, una mesa de snooker, luces bajas y un solo músico argentino: Pappo. Detrás de otra puerta, en un cuarto con velas y baldes con cervezas, lo esperaba Richards. «Por primera vez le pude decir: ‘Vos sos parte de mi vida'», sigue Yofre. «El se rio, me invitó con una cerveza negra y me empezó a mostrar sus guitarras, y de pronto se abrió la puerta y aparecieron Vilas y Ron Wood, que venía muy desorbitado. Ahí me firmaron sus autógrafos.» Yofre todavía tiene en su escritorio esa foto enmarcada en la que él aparece con Richards, Wood y Vilas; y tres retratos firmados por Richards, Wood y Watts. Pero falta Jagger. «Era un tipo distante que paseaba por ahí, solitario», dice.
La primera visita de los Rolling Stones (que regresarían en 1998, 2006 y finalmente este mes, con tres shows en los días 7, 10 y 13, en el Estadio Unico de La Plata) marcó el punto más alto de una transformación dentro del rock argentino que había comenzado mucho tiempo atrás. «El año 95 fue el final de un proceso que comenzó en el 79», dice Juanse. El cantante de los Ratones Paranoicos sitúa la génesis del movimiento stone en su barrio, Devoto, donde él y sus amigos fueron los primeros en usar sacos de terciopelo negro, pañuelos, pantalones Levi’s y Little Stone semioxford, botas de gamuza y tejanas; el pelo, con corte taza y hasta el hombro, a veces teñido, se lo cortaban entre amigos. «A eso le denominábamos ‘ser stone’: éramos como una secta y creamos un movimiento, una cosa intermedia entre un ‘pardo’ y un ‘concheto'», dice. «En 1988 empezamos a ver las primeras lenguas stone en nuestros shows: no me queda la menor duda de que la cultura stone se hizo masiva en Argentina gracias a los Ratones.»
El rock sónico y alternativo que Daniel Melero y Gustavo Cerati venían gestando en los inicios de los 90 -apoyados, por ejemplo, por la revista Revolver- fue arrollado por estas estéticas más crudas y tuvo que esperar hasta los 2000 para recomponerse. El año 1995 fue el que cambió al rock argentino para siempre, partiendo aguas entre los artistas conceptuales al estilo de Luis Alberto Spinetta y Charly García, y los nuevos referentes urbanos, como La Renga (que en 1995 editó Bailando en una pata), Los Piojos (que editó Tercer arco en 1996) y Viejas Locas (cuyo debut discográfico también es de 1996). Los Redonditos de Ricota habían aportado su gen durante los primeros 90 y también los Ramones, que tocaron en 1995 en Obras y dieron el último show de su historia en el estadio de River al año siguiente.
En ese 1995 de la primera visita de los Stones, Andrés Calamaro grabó la banda de sonido de la película Caballos salvajes, de Marcelo Piñeyro, que dos años antes había hecho Tango feroz, hasta entonces la más convocante del cine nacional; Memphis La Blusera sacó su disco Cosa de hombres; Las Pelotas, Amor seco; los Ratones Paranoicos, Raros Ratones; y Pappo’s Blues, Caso cerrado. Divididos tocó para 40.000 personas en un show gratuito en el parque de Canal 7; los Jóvenes Pordioseros se estaban formando en Lugano; y Callejeros, que en esa época usaba el nombre Río Verde, hacía covers de los Stones en Villa Celina.
«El de los Rolling Stones fue el primer gran show de Rock & Pop», dice Enrique Prosen, por entonces directivo de la radio. «Grinbank había hecho varios shows con bandas menores, como The Mission: para ganarse la confianza de las agencias de afuera y traer un día a los Stones, tenía que comerse varios de esos recitales. Y lo logró.»
Todos los conciertos de los Stones fueron demoledores. En la prensa de la época se lee el miedo que había a los desmanes, luego de que Fabián Maldonado, de 22 años, fuera degollado con una botella rota en la fila para comprar las entradas. También se lee la tranquilidad posterior, porque los delitos que hubo fueron menores (hurtos, ebriedad). En el segundo show hubo más gente que en el primero (unas 65.000 personas) y Jagger, que invitaba a cantar todo el tempo, dijo en español, antes de «Sparks Will Fly»: «¡Esperamos 30 años para venir! ¡Gracias por esperar!». En el tercer show, llovió sobre Pappo y Las Pelotas, y antes del set de los Stones salió un arcoíris; y en el cuarto ya se notaba una nostalgia anticipada. Al final del quinto y último show, Richards dijo: «I’m gonna miss you, guys!», mientras el público coreaba su nombre. Luego agregó, en español: «¡En serio!».
Esa noche final, el 16 de febrero de 1995, Daniel Grinbank juntó al grupo fundador de la radio Rock & Pop en una oficina en el estadio de River y destapó unas botellas de champagne carísimo. «Había sido una utopía durante años y ahora se había cumplido», dice Bobby Flores, que estuvo ahí. «Todo había salido fenómeno, la gente deliraba y los Stones estaban felices, y me di cuenta de que había tenido sentido todo lo que habíamos estado haciendo.»
Al año siguiente, los Stones se tomaron un descanso y la Rock & Pop fue vendida a una empresa mexicana. Antes de entrar a grabar Bridges to Babylon, Ron Wood volvió a Argentina para presentar una muestra de pintura y exponer algunos de los cuadros que había creado en su estadía anterior. Luego de ser declarado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires, Wood volvió a contactar a Yofre y se reunió de nuevo con el presidente Carlos Menem, que había sido reelecto en 1995. «Presidente, el año pasado vine a verlo y usted nos regaló una caja de habanos», le dijo. «Vengo a decirle que se me acabaron los habanos.»