Chris Cornell llevó la mística del fogón al Teatro Colón

Con temas de todos sus proyectos y algunos covers, el cantante ofreció un show 100% acústico con dos protagonistas principales: la intimidad y su voz

Entre el 96 y el 2012 VH1 hacía un programa llamado Storytellers, en el que convocaban a figuras de la música (con un criterio amplio: desde Tom Waits hasta Jason Mraz), las ubicaban en un estudio con ambientación cálida y les pedían que además de tocar sus canciones en clave intimista, contaran la historia detrás de cada una de ellas. Un patrón similar siguió Chris Cornell para su show en el Teatro Colón: versiones acústicas (sólo guitarra y voz en muchos casos, con acompañamiento de piano eléctrico o cello a cargo de Bryan Gibson en otros), el detalle de qué motivó cada composición entre tema y tema y un escenario que, de tanto que remitía a un altillo en el que gentilmente nos dejaron entrar, hasta tenía una bandeja de vinilos con la que el cantante puso música al empezar y terminar el concierto.

La vedette es -por lejos- la voz, áspera pero elástica, capaz de alternar falsetes y graves, susurros y alaridos con igual expresividad. Tanto es así que la guitarra aparece casi siempre rasgueada, sin demostraciones de destreza que la conviertan en protagonista: sólo se limita a setear el clima para que la garganta del frontman de Soundgarden se luzca.

El set alterna canciones de todos sus proyectos y buena parte de su último disco Higher Truth (2015), siempre con esa pretensión de corazón-en-la-mano que por momentos choca contra la esencia oscura o épica de algunas piezas (la entonación «de estadios» de «Like a Stone» de Audioslave, por ejemplo, parece un chorro de agua hirviendo cayendo en un vaso de vidrio helado). Se insiste y se insiste con el modelo, a punto tal que en casi dos horas y media de show, la atmósfera puede volverse un tanto pesada. Pero Cornell tiene sus desmarques ocasionales: un puñado de covers («Nothing Compares 2 U» de Prince, «The Times They Are A-Changin'» de Dylan con la letra modificada «para ajustarse a nuestros tiempos», «Thank You» de Led Zeppelin), elegidos del fan hardcore como «Wooden Jesus» de Temple of the Dog, alguna canción encarada con otro enfoque («Blow Up the Outside World» con loops, guitarras al revés y coda de ruido; «When I’m Down» reconvertida en balada torch de solo piano) y demás. Un meta-homenaje a Johnny Cash con «Rusty Cage» casi calcada a como el Hombre de Negro solía tocarla (algo parecido a lo que Bob hacía con la versión de «All Along the Watchtower» de Hendrix: reconocer que otro músico logró la versión definitiva de un tema nuestro), otro tributo a los Beatles con «A Day in the Life» y los bises: «Hunger Strike», «Be Yourself», «Seasons» (de la banda de sonido de Singles) y «Higher Truth».

La cercanía del Colón -aprovechada por una parte del público para intentar ser centro de atención gritando intrascendencias en cada uno de los descansos- contribuyó a que se lograra el objetivo: convertir a la audiencia en testigos de un fogón cuidadosamente planeado, como si en lugar de haber pagado una pequeña fortuna por estar instalados en uno de los teatros más magnificentes que existen, nos hubiésemos sentado a lo indio alrededor de un artista que, además de cantar bien, nos deja espiar en su mundo.

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