Andrés Calamaro homenajeó a la música popular en el Gran Rex

El músico abrió la serie de shows que cierran la gira acústica Licencia para cantar e interpretó canciones de Carlos Gardel, Atahualpa Yupanqui y Miguel Abuelo

Pasadas las nueve de la noche del sábado, Andrés Calamaro entra al escenario del Gran Rex y se sienta en una banqueta alta, de esas que usan los cantantes de café concert. Sobre el piano de cola de Germán Wiedemer apoya los instrumentos que va a tocar hoy: armónica, melódica, una panderetita y toc toc. Lo acompañan, además de Wiedemer, el percusionista Martín Bruhn y el contrabajista Antonio Miguel. Es la primera de cuatro funciones que cerrarán la gira Licencia para cantar, una serie de conciertos acústicos basada en el repertorio de Romaphonic Sessions, su disco de piano y voz, y no tiene nada que ver con la electricidad cruda de Volumen 11, el álbum que el Salmón editó hace diez días. Así de prolífico es Calamaro: todavía no terminó de presentar el anterior y ya tiene un disco nuevo sonando en las radios.

El nombre de la gira es bastante explícito. En estos shows, el foco está puesto en el Calamaro cantante. Pero más que lucirse como intérprete desde lo vocal, lo que realmente parece disfrutar Andrés es su faceta de divulgador de la música popular: un tercio de los temas de la lista son de otros autores. Elige canciones de José Feliciano y Cacho Castaña, de Aníbal Troilo y Carlos Gardel, de Atahualpa Yupanqui y Miguel Abuelo, que va mechando con clásicos de su repertorio solista (“Flaca”, “Estadio Azteca”, “Paloma”) y de Los Rodríguez (“Para no olvidar”, “Mi enfermedad”), más algunas rarezas, como una versión de “¿Quién asó la manteca?”, un funk de Alta suciedad que Calamaro reinterpreta en clave de bolero con groove.

Casi todas las versiones, de hecho, están viradas hacia el bolero, logrando un sonido a la vez cálido y sofisticado, gracias a las posibilidades que le ofrece este trío de acompañamiento virtuoso y un poco salvaje. El contraste de la base rítmica define el show: mientras Miguel es pura sobriedad desde los golpes cortos y secos de su contrabajo, Bruhn toca su set de congas, platillos y redoblante con las manos peladas, como un cavernícola. La interpretación de Andrés dialoga con el piano en un cruce de intensidades y melodías. Es un concierto cercano, en el que el público hace palmas y corea estribillos (los “oooh-oooh-oooh” de “Himno de mi corazón” son un pico emotivo de la noche) ante un trío de músicos asociados a círculos no tan populares.

Calamaro es una de las pocas personas capaces de unir esos dos mundos con naturalidad, basado exclusivamente en la elección del repertorio, sin la necesidad de explicar nada: esta noche casi no habla. Cuando agradece, lo hace con gestos, inclinándose como un torero y recibiendo a cambio gritos de “Ole”. En el final, la banda saluda muda, mientras un pasodoble típico de las corridas de toros suena bien alto por los parlantes del Gran Rex.

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