Con el baterista fundador Steven Adler como invitado en un tema, la banda de Axl y Slash certificó la vigencia del viejo rock forajido
Steven Adler, baterista fundador de Guns N’ Roses , ensayó un gesto completo de «los quiero mucho a todos» antes de sentarse a batir parches en «Out Ta Get Me», cinco minutos de glam rock desfachatado en los que Axl Rose proclama su inocencia a los gritos (del debut Appetite for Destruction, 1987). Con su sonrisa fresca y esos eternos ricitos de oro, el hombre que fue expulsado de la banda en 1990 por sus problemas con las drogas se unió a Axl, Slash y Duff McKagan (sólo faltaba Izzy Stradlin) para rearmar por un momento el cuadrado gunner original. Algo que había pasado hace unos meses en ciudades como Cincinnati y Nashville, pero anoche en River hizo su primera aparición sudamericana (esta vez no tocaron «My Michelle», como sí lo hicieron en Estados Unidos). Más allá de esa nota sentimental, desde la cortina de apertura de «Looney Tunes» hasta el final pirotécnico de «Paradise City», fueron casi tres horas de una metralla implacable de himnos de amor y de furia.
Más allá de que el cantante siempre será el centro magnético arriba del escenario, el protagonismo de Slash en estos shows es clarísimo. La forma en que se adueña del tema «Chinese Democracy», el eco en primer plano para detonar «Welcome to the Jungle», los largos duelos de guitarras que entabla con Richard Fortus en temas como «Double Talkin’ Jive» y en la versión instrumental de «Wish You Were Here» (Pink Floyd); el despliegue humillante en esa interpretación libre y hard-blusera de «Speak Softly Love» (la composición de Nino Rota que es el leitmotiv de El Padrino), el final de «Civil War» con cita a «Voodoo Child» de Hendrix incluida, la cantidad de solos que ejecuta… En Not In This Lifetime, todos los caminos conducen a Slash. Y aun en ese ostracismo icónico bajo la galera, y sin mediar contacto directo con su enemigo íntimo, juega una suerte de liderazgo compartido.
Por su parte, en su sexta visita a Argentina al frente de los Guns, Axl es un raro caso de vigencia. Si bien en algunos temas como «Mr. Brownstone» y «Rocket Queen» (en una versión extenuante) su voz por momentos pareció perderse en la noche (también en algunos pasajes de «November Rain»), no hay un frontman como él en el rock actual. Cuando se para en la altura para aullar «You know where you are… You’re in the jungle, baby», directamente se te caen las medias. Tiene esas expresiones raras que ensaya entre estrofa y estrofa, como si tuviera la cabeza en otra parte, pero cuando ataca el micrófono en «Live and Let Die», por ejemplo, o cuando domina los paisajes climáticos de «Estranged», produce un efecto único, aun con un rango más acotado que el que tenía en los 90, y aun cuando sus diversos cambios de ropa parezcan un tributo al Marty McFly de Volver al futuro 2, una mezcla de Far West y feria americana de Los Angeles.
Cuando los Guns vinieron por primera vez a la Argentina, a fines del 92, el rock todavía era visto como algo peligroso. Era una época en la que las noticias todavía se viralizaban a través de los diarios, y ningún aterrizaje rockero podrá compararse con aquel escándalo. Los rumores sobre las falsas afrentas de Axl a la patria, el suicidio de la chica de 16 años que no pudo ir al show, la locura a las puertas del Hyatt, Menem tildándolos de «forajidos»… Hasta la irrupción del grunge, los Guns eran la banda de rock más grande del mundo, un producto de los 80 dando origen a eso que todavía no era conocido como «Los 90». Dos décadas y media más tarde, John Connor ya no es el chico lindo que solía ser, pero «You Could Be Mine» sigue sonando como una aplanadora inoxidable. Esta gira con la formación dorada es la prueba de vida de ese poder, de un rock & roll que hace un par de décadas parecía condenado a la extinción pero que sólo esperaba su turno para volver. Un rock físico, eléctrico, tatuado y pelilargo, hecho para sonar en rockolas y en estadios, sobreviviente orgulloso de una antigua civilización.