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Burman vuelve al barrio

cine-2156578w620El director de El abrazo partido manipula otra vez su elemento: el judaísmo porteño "Traete unas zapatillas talle 46 con velcro", le dice el padre a Ariel (Alan Sabbagh), que está por volver desde Nueva York después de una larga ausencia. Su regreso al barrio es también el de Daniel Burman, que con El rey del Once parece dar una vuelta de página hacia atrás, a un cine más pequeño, menos ansioso por llegar a un número importante de espectadores. En más de un sentido, se trata de su creación menos convencional en mucho tiempo, una comedia enigmática y algo histérica que por momentos se asemeja a una pesadilla, como si el realizador hubiera transformado la noche de Después de hora, de Martin Scorsese, en una loca semana por el laberíntico barrio del Once. Hay galerías de doble salida, locales, calles y sinagogas que el film dispone como un personaje más, dispuesto a tragarse a Ariel de una vez y para siempre. El muchacho, que hace rato anda por la treintena, llega al local de la fundación filantrópica que dirige su padre y es como si nunca se hubiera ido. El padre no aparecerá por un buen rato, pero esa figura paterna es demasiado fuerte para quitársela de encima. Factótum y mandamás de ese puñado de manzanas, el padre parece un semidiós. El rey del Once es también el retorno de Burman al judaísmo aporteñado de El abrazo partido: signos, claves, ritos, usos y costumbres que Ariel conoce más o menos bien por transmisión paterna. Y que le caen encima como una estantería mal amurada no bien pisa el terruño. Hay una novia bailarina que se quedó en Estados Unidos, a la espera de alguna novedad laboral, y una chica de acá (Julieta Zylberberg) que de pronto está muda, aferrada a una ortodoxia que parece más una vía de escape que una elección de vida. Ahí Burman introduce una posible trama romántica que no es necesariamente tal: como el resto del film, las relaciones personales no están marcadas tanto por las convenciones como por una serie de idiosincrasias cercanas a la excentricidad. De precisos 80 minutos, El rey del Once corre y vuela gracias a un apropiado uso de las elipsis y un montaje aceitado, y evita la sensiblería de algunas de las últimas películas del director.
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